Fusilados, asesinados, suicidados. El trágico destino de la dinastía de Maximiliano
¿Qué ocurrió con los mexicanos que promovieron el Segundo Imperio
Mexicano?, ¿qué pasó con los familiares del Emperador? Aquí están
algunas respuestas.
El 10 de abril de 1864 una comisión integrada por emperifollados
mexicanos llegó al castillo de Miramar —luego de viajar desde la cercana
Trieste a bordo de lujosas carrozas dispuestas por el archiduque
Fernando Maximiliano de Habsburgo. Tenían la encomienda formal de
ofrecer a éste la corona de una entelequia designada como Imperio
Mexicano.
Encabezada por don José María Gutiérrez de Estrada y don José Manuel
Hidalgo y Esnaurrízar, la delegación nombrada en México por una Asamblea
de Notables integrada ex profeso, fue recibida por los ayudantes de
campo del archiduque, quienes los hicieron subir por la escalinata de
mármol, entrar al vestíbulo, y desde ahí fueron conducidos a un salón
cuyos grandes ventanales ofrecían una espléndida vista al mar y a la
costa adriática, en dirección a Venecia, donde se llevaría a cabo la
ceremonia.
Como sabemos, en el siglo antepasado la formación de grupos de
notables fue un recurso manido por las naciones iberoamericanas. A falta
de instituciones y tradición democráticas, las élites los integraban
con celebridades, a fin de dirimir conflictos que no podían superarse
mediante las endebles reglas establecidas y la general desconfianza
hacia quienes las aplicaban. Presidiendo al grupo, Gutiérrez de Estrada
pronunció el discurso de ofrecimiento de la corona; sobre él señala Egon
Caesar Conte Corti: “Con seguridad ningún hombre ha tenido nunca en una
hora tan decisiva tan poca autoridad para hablar en nombre de un país y
de un pueblo como este mexicano, que desde hacía un cuarto de siglo
estaba fuera de su patria y que ahora se atrevía a prometer en nombre de
su pueblo a un archiduque, desorientado y engañado sobre la verdadera
situación...”. (1)
“Con voz temblorosa por la emoción —narra Conte Corti en su
espléndida biografía— el archiduque leyó en español su respuesta al
discurso en francés de Gutiérrez de Estrada. Decía que gracias al voto
de los notables de México, ahora se podía considerar como elegido del
pueblo mexicano (...) Por eso podía aceptar la corona y se esforzaría en
ostentarla trabajando incansablemente por la libertad, el orden, la
grandeza y la independencia de México. De nuevo puso de relieve la
intención de basar la monarquía en leyes constitucionales”.(2)
Ofrecimiento de la Corona mexicana en Miramar, óleo sobre tela, Cesare Dell’Acqua (1821-1904). Foto: Especial
Luego, dice José Manuel Villalpando en su libro
Maximiliano, éste
“sorprendió a los mexicanos cuando dijo que establecería en México
‘instituciones sabiamente liberales’. Los mexicanos se voltearon a ver
entre sí y disimularon su sorpresa.” (3) En seguida pronunció el
juramento: “Yo, Maximiliano, juro ante Dios por los santos evangelios
asegurar por todos los medios que estén en mi mano el bienestar y la
prosperidad de la nación, defender su independencia y conservar la
integridad de su territorio”.
“Cuando Fernando Max terminó —prosigue luego Corti—, se apoderó el
mayor entusiasmo de la asamblea que lo había escuchado conteniendo la
respiración. La solemne presentación del acto y la gran importancia del
momento no habían dejado de producir impresión en los oyentes, de los
cuales sólo pocos estaban enterados de los detalles íntimos del asunto.
Los gritos entusiastas y al mismo tiempo emocionados de: ‘¡Viva el
emperador Maximiliano! ¡Viva la emperatriz Carlota!’, resonaron en el
salón”. (4)
Mientras los mexicanos gritaban “¡Dios salve a Maximiliano, emperador
de México!”, en ese momento la bandera imperial mexicana, saludada por
salvas de cañones de las naves de guerra atracadas en el puerto, fue
izada en el mástil de la torre más alta de Miramar.
Luego del juramento y del tedeum de rigor, el emperador de México
hizo sus primeros nombramientos que recayeron, ¡faltaba más!, en los más
conspicuos notables de la ocasión, pues para eso se es notable: para
recibir los frutos de tan notabilísima representación, ya que sólo los
ilusos se prestan para fungir como figura decorativa.
Gutiérrez de Estrada, Hidalgo y Esnaurrízar, así como Francisco de
Paula Arrangoiz, artífices de primera línea en la imperial empresa,
fueron nombrados embajadores ante las cortes de Viena, París y Bruselas,
respectivamente; muy a su gusto y talante: alejados de los desmanes,
tumultos y turbulencias acaecidos a diario en suelo mexicano, y más a
tono con el orden, la civilización, la elegancia y el
glamour
de la aristocracia europea en donde se movían como peces en el agua.
Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural de don José María Morelos y Pavón,
fue designado representante del Emperador hasta su arribo a México.
Castillo de Miramar. Foto: Especial
El 14 de abril partieron de Miramar los flamantes emperadores a
bordo de la brillantemente empavesada fragata Novara, que ondeaba en
popa la bandera imperial mexicana. Poco antes de abordar llegó un
telegrama de los emperadores de Austria, padres de Maximiliano, que
rezaba: “Adiós, nuestra bendición —de papá y mía— nuestras oraciones y
nuestras lágrimas te acompañan, Dios os proteja y os dirija, por última
vez, adiós desde la tierra de la patria donde ya no te veremos más. Con
el corazón acongojado te bendecimos de nuevo”.
Miles de personas apiñadas en el embarcadero, en las rocas de la
costa y en las azoteas, les daban el último adiós, decenas de barcas
fondeadas en el puerto acompañaron a la Novara para rendir postrer
homenaje a sus queridos príncipes. De una de ellas “surgió potente una
voz bien timbrada de barítono que cantó una bellísima canción de
despedida, llena de amor, pero que a Carlota se le antojó siniestra:
Massimiliano...
¡non ti fidare!
¡Torna al castello
di Miramare! (5)
“El telón se levantaba, el drama podía empezar”, remata Corti el
capítulo “La aceptación de la corona”. Cuatro años más tarde, la famosa
Novara, en la cual el joven archiduque había hecho su primer servicio
marítimo, transportaba el cadáver del mismo Maximiliano para ser
exhumado luego con justa pompa en el mausoleo de sus antepasados de los
Capuchinos de Viena.
Fernando Max fue un verdadero marino que cultivó una larga carrera
desde abajo hasta obtener con los años el rango de almirante y
comandante de la flota austriaca, la que modernizó y puso al nivel de
otras potencias europeas. Realizó muchas travesías marítimas y amaba la
mar como pocos. La Novara fue reacondicionada como fragata blindada y
artillada en astilleros de Venecia, y Max recibió el encargo de
supervisar su entrega; desde entonces, la consideró como su barco
insignia: dos mil toneladas de desplazamiento, mil 800 metros cuadrados
de velamen dos puentes, 50 cañones y 400 tripulantes.
No fue casual, pues, que siendo gobernador general del reino
Lombardo-Véneto, mandara construir su hermoso palacio de Miramar desde
1854 sobre una roca, no lejos de Trieste, con magnífica vista al azul
oscuro del Adriático. El despacho de trabajo del archiduque imitaba
fielmente la cabina del almirante de la fragata Novara, mientras los
salones estaban tapizados con damasco azul celeste con dibujos de anclas
que recordaban la profesión del propietario.
Pero ¿quiénes fueron y quiénes eligieron a tan notorios notables para
que ofrecieran la imperial corona de México? ¿Bajo qué circunstancias y
con qué títulos fungieron en tan conspicua encomienda? ¿Qué jabón los
patrocinaba al emprender tamaña empresa? ¿De dónde su nacional
representatividad? ¿De parte de quién? ¿Qué pitos tocaban? ¿Eran
realmente notables? ¿De dónde salieron, qué hicieron y cómo acabaron?
Maximiliano de Habsburgo, vestido de marino. Foto: Especial
Al poco tiempo de que el Ejército francés hiciera su entrada triunfal
en la Ciudad de México (siete de junio de 1863), el general Elías Forey
nombró una alta junta de gobierno integrada por 35 miembros, la mayoría
de los cuales procedía de las filas conservadoras. De acuerdo con los
planes previamente concebidos en Europa, dicha junta eligió a su vez una
Regencia provisional integrada por el general Almonte; el ex obispo
de Puebla y a la sazón arzobispo de México, don Pelagio Labastida y
Dávalos, y por el general Mariano Salas.
De tal núcleo surgió la Asamblea Nacional, que declaró la monarquía y
eligió a Maximiliano como Emperador. Al propio tiempo, la Regencia
nombró una comisión presidida por Gutiérrez Estrada y a la que
pertenecía Hidalgo y Esnaurrízar, para llevar la invitación a Miramar.
Así se cocinaron esos notables. Ya hemos mencionado algunos nombres:
Gutiérrez de Estrada en primer plano; Hidalgo y Esnaurrízar, De Paula
Arrangoiz y Almonte, un poco atrás, sin dejar de ser principales. A
ellos se añadieron el arzobispo Labastida y Dávalos, Francisco de
Miranda, Ignacio Aguilar y Marocho, Joaquín Velásquez de León y otros
más.
No se incluye en esa lista a los generales Miguel Miramón y Tomás
Mejía, fusilados luego junto al Emperador, puesto que, más que artífices
del proyecto, fueron operadores militares de última hora; Miramón y
Leonardo Márquez habían sido desterrados por el propio Max, y no
regresaron a México sino hasta 1866, cuando el Imperio se derrumbaba.
Por limitaciones de espacio, nos ocuparemos sobre todo de relatar la
suerte que corrieron Gutiérrez de Estrada e Hidalgo y Esnaurrízar, y, en
menor medida, de Almonte y Arrangoiz.
Un ilustre historiador, tratadista e ideólogo liberal del siglo XIX,
don José María Luis Mora, se refiere a su tocayo y adversario político
Gutiérrez Estrada en los siguientes términos: “Este ciudadano es nativo
del Estado de Yucatán, donde reside su familia, distinguida bajo todos
los aspectos. No es necesario decir que Gutiérrez recibió una educación
cuidada y escogida, basta haberlo tratado para conocer que fue así; y
que supo aprovecharse de ella en la carrera del servicio público a la
que se dedicó, y en la cual ha permanecido puro y sin mancha en medio de
una clase corrompida (...) flexible por carácter, honrado por educación
y principios, y expedito para los negocios, su servicio ha sido
perfecto, y sobre todo leal y concienzudo.”(6) Como puede apreciarse, le
reconoce una alta calidad moral.
Los emperadores Maximiliano y Carlota desembarcan en el puerto de Veracruz. Foto: Museo Nacional de Historia
Luego de servir en varias legaciones de México en Europa, Gutiérrez
de Estrada desempeñó altos puestos públicos con probidad y honradez: en
1835 fue ministro de Relaciones Exteriores; luego se marchó a Europa
para regresar durante la convulsa presidencia de Anastasio Bustamante,
quien le ofreció tal cargo, que declinó en una extensa carta en la que
explicaba los motivos: no tenía ya fe ni en la eficacia de la
Constitución de 1836, ni en la derogada de 1824. Urgía convocar a una
convención que diera forma política adecuada a la Nación. Luego publicó
un manifiesto en el que claramente expresa sus inclinaciones
monárquicas, lo que provocó la ira del Presidente y una orden de
aprehensión en su contra:
“Herida de muerte la república por los mismos que se dicen sus
apóstoles, se muere de inanición después de ver consumado el jugo de su
vida moral en esfuerzos estériles y cruentos. Sólo recomiendo por lo
mismo, el proyecto de una Convención como un simple paliativo, como el
único medio y el más adecuado para salir de los embarazos más urgentes
de la situación actual. (…) Me parece ya llegado el momento en que la
nación dirija su vista hacia el principio de una monarquía democrática,
como el único medio de ver renacer en nosotros la paz tan ardientemente
anhelada”.
Gutiérrez creía que si en Francia había fracasado la república y se
había reinstaurado la corona era porque existía una poderosa tradición
monárquica. Lo propio ocurría en México, según él: 300 años del período
virreinal así lo confirmaban, la forma política dependiente de la corona
española representada por un virrey, las instituciones, las leyes y
costumbres fueron monárquicas, como lo fueron los reinos indígenas antes
de la llegada de los españoles, y que era contraria a la efímera
tradición republicana que sólo había acarreado desgracias, desorden,
caos, anarquía, pronunciamientos sin fin, penurias económicas y
hacendarias así como la mutilación del territorio nacional.
Por otra parte, razonaba que una monarquía católica era el mejor
medio para salvaguardar la soberanía nacional amenazada por el
expansionismo de Estados Unidos, que ya se habían apoderado de la mitad
de nuestro territorio luego de la anexión de Texas y la humillante
guerra de 1847-48.
La última satisfacción de Gutiérrez de Estrada ocurrió aquel 10 de
abril en Miramar, cuando en ocasión solemne ofreció al archiduque
Maximiliano la corona imperial de México al pronunciar en francés el
memorable discurso a nombre del pueblo de México. Congruente con sus
ultramontanas convicciones y conducta, muy pronto se distanció del
Emperador empeñado éste en adoptar políticas liberales que aquél se negó
a aprobar. La vida no le alcanzó para enterarse de los infortunios del
Segundo Imperio y murió días antes de la caída del régimen que tan
celosamente contribuyó a erigir.
Al igual que su mentor (Gutiérrez de Estrada), Hidalgo y Esnaurrízar,
segundo en importancia como artífice de la imperial empresa en Europa,
tampoco colaboró con Maximiliano en el teatro mismo de los
acontecimientos; prefirió quedarse en el viejo continente en calidad de
embajador del mexicano Imperio.
Napoleón III. Foto: Especial
A decir de Martín Quirarte: “Pocos hombres de nuestra historia han
podido llegar a los umbrales de la fama y del poder con tanta
facilidad...”. José Manuel nació en los albores del México
independiente; su padre tomó a Iturbide el juramento del Plan de Iguala,
contagiado por un ambiente promisorio insuflado por las ilusiones de
los políticos de entonces, que hacían creer que el nuestro era “uno de
los países más ricos de la Tierra”, llamado a figurar entre las
principales potencias del orbe.(8)
Pronto llegó el desencanto al instaurarse por prolongadas décadas la
ingobernabilidad, la zozobra, interminables intrigas, enconos y
conspiraciones endémicas, la quiebra de la hacienda pública, los
levantamientos y pronunciamientos como deporte nacional, la guerra civil
y la desastrosa guerra con Estados Unidos y la mutilación del
territorio nacional, como desenlace de un drama cruel que parecía
interminable.
En dicha guerra, Hidalgo y Esnaurrízar, junto con otros “elegantes
caballeros”, se batió noble y lealmente por su patria en la batalla de
Churubusco contra el invasor estadunidense. Destaca Quirarte que el
valor de aquellos improvisados combatientes fue tan grande, que mereció
el elogio y la admiración respetuosa del mismo general en jefe
estadounidense, Winfield Scott, quien permitió a los vencidos
conservar sus espadas.
Al término de la guerra, Hidalgo y Esnaurrízar partió a Europa
acreditado por la Cancillería como diplomático. Gracias a su exquisito
trato social, maneras distinguidas y al perfecto conocimiento de las
reglas de etiqueta cortesana que practicaba con elegante soltura,
Hidalgo se relacionó pronto con eminentes figuras de la nobleza española
e inglesa y trabó amistad con el emperador don Pedro de Brasil, con
Isabel II de España, con la familia Montijo, de la cual Eugenia
figuraría luego como Emperatriz de Francia. El propio papa Pío IX, a la
sazón desterrado en Gaeta, le dispensó su amistad, al igual que el
influyente cardenal Antonelli.
En todo caso, Hidalgo y Esnaurrízar se había transformado en todo un
cortesano, un figurín, a quien las casas y palacios más prestigiados de
la aristocracia europea abrían sus puertas para departir en los salones
entre la crema y nata del poder y la gloria decimonónicas. “De exterior
atractivo, delgado y elegante, de una cierta suavidad de carácter y
trato agradable, se hacía simpático en todas partes, especialmente entre
las damas”, así lo describe Conte Corti.
A la izquierda, José María Gutiérrez de Estrada; a la derecha, José Manuel Hidalgo. Foto: Especial
Quirarte destaca que aquél “Estaba bien informado del ir y venir de
las familias opulentas. Conocía al dedillo la vida social de Francia y
de otros países del mundo. Pero su conocimiento de las cuestiones
mexicanas fue muy limitado. Sus referencias a la historia patria son muy
breves y escasas, más que opiniones se antojan sentimientos desdeñosos.
Ninguno de los imperialistas mexicanos tuvo en el grado de José Manuel
Hidalgo, una ausencia tan grande de nacionalismo”.(9)
Al contrario de la mayoría de los historiadores del Segundo Imperio,
que desdeñan y condenan al olvido al personaje que ahora nos ocupa,
Quirarte nos ofrece un conmovedor fresco de José Manuel hasta su muerte,
no sin dejar en claro que para los efectos de la historia de México su
vida carece de importancia a partir de que es destituido por Maximiliano
como embajador en París. Sobrevivió al derrumbe del Imperio casi tres
décadas, y el resto de su biografía se aproxima más bien al género
novelístico:
“El encumbramiento de José Manuel Hidalgo, fue tan rápido como su
caída. Gracias a su amistad con Napoleón y Eugenia de Montijo pudo
conspirar eficazmente a favor del proyecto para crear en México un
sistema monárquico (...) aquel cortesano no estaba a la altura del
puesto político que se le había conferido. Sus cualidades hacían de él
un personaje de salón”.
“Si Maximiliano no hubiera sido casi tanto como José Manuel Hidalgo
—sigue el relato de Quirarte—, un hombre de miras políticas estrechas,
habría podido darse cuenta desde que lo conoció, del limitado valor del
personaje. Por gratitud pudo haberle dado un puesto decorativo, colmarlo
de honores y riquezas, pero nunca otorgarle la representación
diplomática de su gobierno en Francia y menos en el momento en que
comenzaron a enfriarse la relaciones entre Napoleón y él”.(10)
Tras la serie de tropiezos, malentendidos, desavenencias y abiertos
actos hostiles que iniciaron la debacle en las relaciones
franco-mexicanas, José Manuel Hidalgo fue llamado a México para explicar
su actuación, así como el estado de los acontecimientos que tenían
lugar en Europa y en la Corte ante la cual era responsable de los
asuntos mexicanos. Al no poder convencer al Emperador de su eficacia,
éste lo destituyó intempestivamente de tal alto cargo, lastimando en lo
más íntimo la sensibilidad de José Manuel. No obstante que Max trató de
compensarlo con otro puesto, que Carlota misma insistió que aceptara,
don José Manuel dio a entender que toda relación estaba rota. Su carrera
había concluido.
Sin embargo, José Manuel retornó a Europa, donde vivió los últimos 29
años de su vida en circunstancias de pobreza, miseria, privaciones y
amargura que contrastaron fuertemente con el opulento tren de vida que
hasta entonces se había dado.
A comienzos del 95 un feroz invierno asoló París y golpeó severamente
a nuestro personaje, que narró así este conmovedor fragmento de su
existencia en la correspondencia citada: “A veces he pasado horas
enteras como remachado a mi sillón, al lado de la salamandra —que es el
único fuego que tengo en casa—, sin valor, sin ganas de salir para ver a
los amigos o cumplir con mis deberes sociales. Mis medios no me
permiten tener fuego en el resto de mi pequeño aposento, y mi cuarto
de dormir y saloncito son una nevera; el agua de mi cuartito de toilette
se hiela y hay que romperla con un martillo...”.
Finalmente, “El destino lo salvaba de muchas humillaciones y
vergüenzas, al truncar su vida el 26 de diciembre (1896). ¡Había pagado
muy caro el delito de ser imperialista! Las alegrías que pudo haber
tenido en 29 años que sobrevivió a la tragedia del Cerro de las
Campanas, no compensaron quizás las tristezas, los dolores y las
humillaciones que aquel hombre albergó en el fondo de su corazón”. Así
concluye el conmovedor relato de la vida de Hidalgo que nos obsequia
Quirarte.
Por su parte, Paula de Arrangoiz, antiguo ministro de Hacienda,
ejerció como embajador del Emperador en Bruselas ante la Corte del rey
Leopoldo I de Bélgica, padre de la emperatriz Carlota. Luego fue
embajador en Londres, hasta que dimitió de tal honor como reacción a la
tendencia liberal de Max y del rompimiento de la Iglesia con el Imperio.
Arrangoiz, no obstante sus críticas y alejamiento del Emperador por
las políticas liberales que emprendiera, a la postre escribió el mejor
alegato en defensa del conservadurismo de la época a través de dos
trabajos que se consideran fundamentales:
Apuntes para la historia del Segundo Imperio Mexicano y
México desde 1808 hasta 1867,
inspirados sin duda alguna por la admiración que aquel profesaba por
don Lucas Alamán, el más insigne intelectual de los conservadores y uno
de los más notables historiadores de México, no obstante su pasión
política y marcada parcialidad ideológica.
Edouard Manet, Fusilamiento de Maximiliano, óleo sobre tela, 1867 Foto: Especial
Por último, Almonte, el hijo natural de don José María Morelos y
Pavón, no corrió con mejor suerte. Luego de haber sido nombrado ministro
de la Corte Imperial y gran mariscal, sustituyó a José Manuel Hidalgo
como embajador en París, última chamba en su vida, y ciudad donde se
exilió y a la postre falleció el 21 de abril de 1869, y fue sepultado en
el cementerio de la Pere Lachaise, supuestamente junto a los restos de
su ilustre progenitor. Este último enredo histórico —los huesos de
Morelos, que se suponía reposaban junto a los de su hijo— fue
debidamente aclarado por el historiador José Manuel Villalpando César,
quien exhumó el cadáver de Almonte —cuyo cuerpo y vestimenta encontraron
casi incorrupto y en muy buen estado de conservación— en 1987, sin que
se hallaran, por cierto, los restos del autor de “Los Sentimientos de la
Nación”.(11)
A raíz del decreto promulgado el 27 de diciembre de 1864, en el que
Maximiliano confirmó la nacionalización de los bienes de la Iglesia y
autorizaba la libertad de cultos, las relaciones del Imperio con el
Vaticano y la Iglesia mexicana se deterioraron irremediablemente. El
nuncio apostólico abandonó el país y el arzobispo Labastida se distanció
definitivamente de la empresa imperial, que consideraba había
traicionado al catolicismo. Los conservadores clericales empezaron a
llamar a Max
El empeorador.
Las cosas para el Imperio y para los emperadores fueron de mal en
peor: Napoleón III abandonó la empresa mexicana y quitó el apoyo militar
y financiero a Max; Carlota emprendió una infructuosa gira europea en
busca de ayuda, en medio de la cual empezó a perder la razón y, ya sin
poder regresar a México, ocurrieron los sucesos que desembocaron en el
cerro de las Campanas, Querétaro, el 19 de junio de 1867, cuando
Maximiliano fue fusilado junto a los generales Miramón y Mejía.
Tal parece que el destino trágico que, decíase, marcaba a la dinastía
de los Habsburgo, se propagó además de Maximiliano, fusilado en
Querétaro, a quienes hemos referido: al príncipe heredero Rodolfo de
Habsburgo, quien se suicidó en Mayerling, y a Francisco Fernando,
asesinado en Sarajevo. Ni qué decir de la desdichada emperatriz Carlota
Amalia, que sobrevivió al infortunio 60 años más, poseída por delirios
absolutamente demenciales, hasta morir a la edad de 87, en el
Anno Domini 1927, recluida en el castillo de Bouchout en Bélgica.
Juan Nepomuceno Almonte. Foto: Especial
_____
Notas bibliográficas
(1) Corti, Egon Caesar, conde,
Maximiliano y Carlota, Fondo de Cultura Económica, México, 1976.
(2) Ibídem.
(3) Villalpando, José Manuel,
Maximiliano, Editorial Clío, México, 1999.
4) Corti,
Op. cit.
(5) Luca de Tena, Torcuato,
Ciudad de México en tiempos de Maximiliano, Planeta, México, 1990.
(6) Quirarte, Martín,
Historiografía sobre el Imperio de Maximiliano, UNAM, México, 1970.
(7) Ibídem.
(8) Ibídem.
(9) Ibídem.
(10) Ibídem.
(11) Reed Torres, Luis, y Villalpando César, José Manuel,
Los restos de don José María Morelos y Pavón: itinerario de una búsqueda que aún no termina, Espejo de Obsidiana Ediciones, México, 1993.